jueves, 14 de abril de 2011

Que el taxista nos saque un dinero de más, lo tenemos asumido


Levantar el dedito en la calle para solicitar un taxi lleva implícita la convicción de que van a meter la mano en nuestro bolsillo.
Las historias de taxistas y clientes insatisfechos son miles y milenarias. Universales y repetitivas. Voy a contar una de las mías.
Desemboco en la estación de autobuses de Murcia después de un largo viaje, cenizas volcánicas incluidas. Aunque la calderilla de mi monedero alcanza los cuatro euros y medio, y hasta el Ayuntamiento normalmente me piden siete, me aventuro a la fila de taxis.
En mi cabeza ensayo mi speech: Sólo tengo cuatro euros y medio. Acérqueme hasta donde llegue el marcador, con dirección al Ayuntamiento.
Una vez sentadita en el taxi:
- ¿No puede ir a un cajero? - el taxista refunfuña.
- No tengo tarjeta - le respondo con todo mi morro. Y me enfado por dentro: Vamos a ver, ¿no te estoy diciendo que me lleves hasta donde lleguen mis cuatro euros y medio?
El taxista dice, aparentando ser un hombre justo: Te incluyo ya el suplemento de maleta y, así, cuando llegue al límite de tu dinero, paro.
Arranca el taxi y ya marcaba dos euros. Le sugiero al taxista la ruta, cortando por el Mercado de Verónicas. Observo que este trayecto es mucho más corto que el que han usado siempre conmigo. Al llegar al Ayuntamiento me fijo, con alegría, en el marcador que muestra un total de cuatro euros con veinte céntimos.
Preparo la cantidad en mi mano y siento una pesada vergüenza ajena cuando el taxista, que parecía justo, me pide el importe de cuatro euros y medio.
Sin decir nada, le doy más dinero del que marcaba el taxímetro y me bajo del coche con la certeza de que el taxista me acaba de robar treinta míseros céntimos, además de descubrir que siempre me han dado un buen rodeo, cobrándome el doble de lo necesario.
¡Ruin maldito! Y me juré a mí misma no volverlo a permitir.

sábado, 2 de abril de 2011

La sociedad en el metro de Barcelona

Tomo el metro a las ocho y media de la mañana del domingo para ir a trabajar y veo las consecuencias de la noche anterior, pues la velada del sábado también estaba en el metro. Esa la noche más esperada de la semana. Para algunos por la diversión permitida, para otros por el descanso dominical. Los jóvenes con los que comparto vagón se inclinan por la primera razón. Pandillas de adolescentes, o no tanto, esperan al convoy cargados con bolsas de botellas de whisky barato y cocacola de marca. Hay muchachas menores vistiendo faldas tan largas como su cinturón, montadas en desafiantes tacones, maquilladas como los que viven de hacer la calle. Los hombres pasan por su lado y las miran con lascivia, entonces la muchacha parece ofenderse. Le preguntaría: ¿entonces por qué vistes así?


La mañana del domingo el metro transporta diferentes cadáveres, recostados en los asientos o colgados a una barra, no levantan la vista del suelo o te observan como a un bicho raro, me preguntarían: ¿qué es lo que llevas en la mano? Les respondería: un libro.


Están muertos pero aún no lo saben. Se lían un cigarro o un porro y empiezan a fumar delante de los morros de sus mayores sentados enfrente. Diríanles: Me paso tus normas por el forro. Esto es lo que más me gusta hacer.


Salgo del metro con el pensamiento de que dentro de muchos años, se estudiará esta época de nuestra historia como una etapa oscura, esperpéntica, llena de errores, en la que al ladrón,al vicioso y al vago, se les valora y respeta más que al honrado trabajador. ¡Espero que la estudiemos! Al menos significaría que las cosas habrían cambiado.


Se acercan las elecciones. ¿Alguno de nuestros políticos está proponiendo erradicar la droga, salvar a la juventud española? No.


España es el ejemplo perfecto del "pan y circo" romano. Drogas, corrupción y embrutecimiento a través de la televisión. Eso es lo que nos están dando los políticos y, los españoles, a tragar con la boca abierta y sin protestar.


¡Ah! pero los peores ladrones, viciosos y vagos, no van en metro.